2 de julio de 2023

Su vida era muy similar a la mía (2)

El día que todo cambió llegó al comenzar la primavera. Ese día recibí de parte del encargado del local la noticia de que se me iba a hacer un contrato, lo que me permitiría cambiar mi tipo de visado y poder aspirar a algo mejor en un futuro cercano. A los dos días acudí a las oficinas de la seguridad social en el barrio y regularicé mi situación en el país. He de reconocer que aunque el trabajo de barman me gustaba y ya llevaba dos años en ello, no era lo que estaba buscando al aterrizar en Londres hace ya unos meses. Pasó un tiempo y al comenzar el verano decidí por iniciativa propia dejar el pub, ya que el sueldo total de los dos trabajos no me permitía pagar mi parte de la mensualidad del piso: el dueño nos pidió un cuarto del pago por adelantado aquel mes para hacer pequeñas reformas en el piso, entre las cuales estaba poner una nueva puerta y no nos quedó más remedio que aceptarlo, ya que incluso con el incremento era bastante barato sabiendo la zona donde estaba. Una lluviosa noche de viernes Eva me presentó a Michael, uno de sus compañeros en el restaurante y corredor de bolsa en la ‘City’. El joven me pasó el contacto de Brian, uno de los concejales del Partido Laborista en Hackney y de su grupo de amigos en la infancia. Al día siguiente acudí a la cita en un pub cercano a casa y tras contarle mi experiencia me ofreció un puesto de trabajo en el ayuntamiento como adjunto de asesor en la junta del gobierno, el cual tras unos días decidí aceptar.

Eva ya me había contado meses antes que la política en el país era un tema delicado y aún algo más si contamos la situación institucional desde hace pocos años. El ‘Brexit’ había provocado que miles de europeos llegasen al país con cierto temor de tener que retornar en poco tiempo debido a que no se podían cruzar las fronteras para trabajar con visado de turista sin adjuntar una carta de empleo previamente concertado. Yo fui uno de aquellos tantos, por suerte, por aquel entonces aún nada había pasado y nada me ocurrió.

Al principio Hackney me parecía una pequeña ciudad dentro de otra enorme como lo es Londres, y tras unas semanas vi que así era en realidad. Mis labores en el consistorio comenzaron yendo negocio a negocio y casa a casa recogiendo las opiniones y peticiones de los residentes y comerciantes para poder mejorar la vida en el barrio: la mayoría contenían reproches dirigidos al consistorio debido a la creciente delincuencia y a la suciedad de las paredes por las pintadas y los graffiti. Fueron unos meses duros pero gracias a una partida de dinero extra logramos contratar más seguridad y a una empresa de limpieza que actuarían cuando fuese necesario.

Hackney era grande pero no imposible de dominar. Para muchos, nuestro barrio era de los que más había crecido en Londres en la última década, debido sobre todo a la llegada de gente joven a la zona de Shoreditch y las conversiones de antiguas fábricas en viviendas realizadas por inmobiliarias extranjeras, dándole un importante lavado de cara a la zona. Las conexiones por autobús, metro y tren también nos sacaron de la cueva hace años. Ahora todo estaba algo más acorde a lo que la gente demandaba. Finalizamos el informe dentro del gasto presupuestado en un inicio.

Quedé con David enfrente del edificio municipal. Habían pasado poco más de dos años desde que compartimos cuarto en el piso de Bank Street. Al joven le quedaban todavía dos cursos para poder graduarse aunque debido a su valía y sus contactos en la universidad ya estaba trabajando como arquitecto para una firma extranjera que remodelaba antiguas fábricas, alguna de ellas también en Hackney. El equipo de gobierno había decidido actuar de urgencia en un emblemático edificio de principios del siglo pasado en cuyos bajos había un pub que tenía el usufructo del inmueble por 50 años. La parte superior del edificio se hallaba en estado de ruina debido al paso del metro bajo este. Junto a la notificación de la situación del edificio recibimos cuatro demandas de los arrendatarios de los pisos, que tendrían que abandonar sus casas durante la reforma. Para mejorar su situación se les cedieron unos apartamentos en el barrio hasta que pudiesen volver a sus viviendas. Tras aclarar este problema, la primera idea que tuvimos era de convertir las primeras dos plantas del inmueble en nuevos pisos pero finalmente se cedieron a las peticiones de los jóvenes del barrio y las convertimos en un centro cultural con un pequeño teatro donde también se celebrarían conciertos y se representarían obras por parte de la agrupación de teatro local. Esto por supuesto no interferiría en la vida de los vecinos, que podrían disfrutar de su vida sin ruidos. Tras estudiar varias ofertas, la obra de remodelación se asignó al equipo donde David trabajaba ya que buscábamos algo moderno y actual, acorde al barrio.

Día tras día notaba a Eva más y más distante, hasta que llegó el día en el que llegué a casa y no la encontré. Bajo sus llaves encontré una carta en la cual me explicaba que volvía a su país sin mirar atrás, incluyéndome a mí. Aunque me quedé sin palabras al principio, decidí llamar a Bella, una de sus compañeras en el restaurante y me explicó que desde hace semanas se veía con un jugador de baloncesto de un equipo de Londres, que además era maltés como ella, y que ambos habían dejado Londres de forma definitiva para marcharse a la isla y comenzar una nueva vida juntos. Esto me dejó en cuadro. El tiempo siguió pasando y el destino hizo que volviese a España, solo, sin trabajo y sin casi dinero. Mi trabajo en la universidad acabó al detectarse desde el gobierno central que mi puesto no generaba al fisco la cantidad de impuestos acordes al cargo, lo cual supuso el despido que, aunque improcedente, me aportó una disculpa y una generosa compensación por parte del órgano de gobierno universitario. Además, al año de entrar como asesor de gobierno en Hackney, el alcalde se vio forzado a dimitir por el falseamiento de parte de su formación universitaria, lo que obligó a todo el equipo de gobierno a seguirlo y renunciar, tras lo que hubo elecciones en las cuales no logramos alcanzar el objetivo de la anterior legislatura y tuvimos que ceder el consistorio a nuestros rivales. Debo reconocer que esta experiencia fue corta pero intensa, como un caramelo de menta que se va terminando y por el cual te entran ganas de otro y otro más.

27 de mayo de 2023

Su vida era muy similar a la mía (1)

La vida en Londres no era sencilla, todo estaba lleno de trabas. Un día una cosa, al siguiente otra, siempre había algo que impedía que avanzase y crease algo distinto. A las pocas horas de llegar a la ciudad me topé con un anuncio relativo a un alquiler en una farola cerca de Bank Street, donde pasé mis primeros días en un piso de estudiantes, a pesar de que mi misión en la capital imperial no fuese la de hincar los codos. David McGinn, un irlandés que vino de Belfast era mi compañero de cuarto. En los pocos días que estuve en ese lugar me recomendó que hablase con distintas personas conocidas suyas para así hacer más llevadera mi estadía en esa enorme ciudad. Como él llegó a Londres para empezar su carrera en arquitectura tuvo poco tiempo para acompañarme, así que tuve que lanzarme a ciegas a las calles. Mi primera sensación era de pérdida o quizá de locura, que en unas horas se convirtió en tranquilidad.

He de reconocer que durante los primeros días me costaba respirar, moverme, vivir, ya que tenía la sensación de estar en un sitio extraño, como si estuviese en una realidad paralela fuera de este mundo. Costó una semana para que me pudiera librar de ese agobio que me impedía ver todo tal cual era. Mi misión en Londres era la de encontrar trabajo, si era posible, relacionado con lo que ya hace años estudié, la carrera de ciencias políticas. Como persona instruida en la vida política, la izquierda era mi orientación, lo que me llevó a aprender más tras haberme licenciado hace unos meses. Tenía 28 años y quizá Reino Unido me diese ahora la oportunidad que no tuve en España, o al menos aquella que no supe ver o valorar. Y a ello me puse. Tras varias tardes buscando, dejando currículos y después de un par de entrevistas fallidas, David me habló de una joven llamada Martha, que trabajaba en la London University como becaria adjunta en el departamento de comunicación. Esa misma tarde la llamé y concertamos una entrevista en su despacho al día siguiente. Tras evaluarme y charlar de forma informal me animó a sumarme a su equipo de ayudantes dentro de la universidad siempre y cuando estuviese relacionado con mis estudios anteriores. He de decir que nada comenzó como esperaba, ya que estuve dos meses sin recibir sueldo alguno debido al contrato de becario. Por suerte pude dejar el piso de estudiantes de Bank Street ya que Martha me cedió un cuarto en su apartamento, a cambio solo de hacer algunas labores de limpieza y mantenimiento en la casa. Mi liberación llegó en parte con esto, ya que ahora podría destinar el poco dinero que tenía a disfrutar algo más de la ciudad fuera del trabajo. Mi estadía en la universidad fue tranquila, ya que mis labores eran sencillas. Durante los primeros meses me dediqué a diseñar carteles de eventos, hacer fotocopias o repartir el correo entre los profesores. Un tiempo después el Partido Laborista y la facultad de políticas organizaron un seminario sobre el futuro del país, al cual me sumé como ponente debido a mis estudios en España: justamente mi trabajo final trataba de ese tema. A pesar de no ser una eminencia en este tema, recibí algunos elogios que se vieron recompensados al recibir mi primer salario, que se adecuó al emolumento de un becario de investigación en la facultad. Semanas después me afilié a las juventudes del partido y comencé a colaborar activamente en actos y conferencias por todo el país, lo que me impulsó a poder completar mi escasa formación universitaria en España y empezar a dar charlas sobre el tema en escuelas e institutos en nombre del partido.

Aunque en ningún momento buscaba otro trabajo aparte del que ya tenía, un día vi en un diario gratuito tirado en una estación de metro una oferta de trabajo como barman en un pub que además estaba muy cerca de casa. Por suerte, años antes tuve la oportunidad de trabajar en un bar en Madrid, así que experiencia no me faltaba aunque todo fuese distinto, empezando con la diversidad de bebidas y acabando con los precios, bastante más altos de lo que son en España. Me pasé a la hora acordada y tras conversar con el encargado, decidió darme una oportunidad por las tardes, de 5 a 9, cuando habría más gente en el local, solamente para probarme y así poder ver cómo me desenvolvía, por lo que pudiese pasar si un día debía acudir como refuerzo. Afortunadamente logré pasar el periodo de prueba y me mandaron al turno de mañana, lo que me obligó a cambiar mi turno de becario en la universidad. Tuve la suerte de tener poco trabajo en esta etapa, ya que mi trabajo en esas horas era solo el de descargar la cerveza y comida de los camiones de los proveedores y preparar todo para el horario de comidas desde mediodía. La zona estaba llena de oficinas y a diario venían cientos de empresarios trajeados a comer a toda prisa para volver a sus anodinas vidas.

Han pasado dos años desde esto. Ahora tengo pareja y mi vida se ha transformado completamente. Eva era maltesa y llevaba 10 años en Londres trabajando como taquillera en una conocida sala de conciertos y como camarera en una franquicia de restaurantes de bocadillos. Su vida era muy similar a la mía: era extranjera y su sueldo era bajo, pero juntando ambos lográbamos llegar a fin de mes sin problemas. Alquilamos un pequeño y ruidoso ático en el barrio de Hackney, cerca de la estación de Liverpool Street y la ‘City’, el centro neurálgico de la capital. Sin muchos lujos ya llevábamos seis meses allí. Aún recuerdo la humedad de las paredes y la puerta que no cerraba, a la que tuvimos que atar una cuerda con un candado para evitar que nos robaran, ya que el dueño no aceptaba cambiarla por lo que pagábamos al mes. Ella ahora trabajaba en un restaurante italiano cerca de Leicester Square y nuestra situación fue mejorando poco a poco. En ese momento yo no podía aspirar a más de lo que ya tenía: seguía compaginando mi labor en la universidad por las tardes con el trabajo en el pub, ya que al contrario que Eva yo tenía un visado de estudiante y no de trabajador, lo que me evitaba llegar más alto.

9 de noviembre de 2022

Lo que es una boda

Llega un momento en esta vida en la que tienes que pasar por algo inevitable: quizás parezca divertido, emocionante, increíble. Pero puede acabar mal, muy mal. Os estoy hablando de ese momento en el que tienes que acudir a la boda de un amigo.

Lo primero: ¿Vas invitado o invitas tú? Esa es la primera cuestión. Cuando la feliz pareja te informa a ti, a tus otros amigos y a la familia de los contrayentes puede ser un buen momento para pensar. Algo es inevitable: tienes que regalarles algo. Los pobres novios se gastan un dinero en organizar el bodorrio (realmente todo quisqui sabe que es la madre de la novia la que maneja el cotarro y paga el emocionante evento) y esa imponente cantidad de dinero ha de ser recuperada. Ya sabéis todos cómo.

Las bodas están hechas, sin duda alguna, para la novia. El novio es un figurante vestido de negro con resaca que delante del cura suda el alcohol de la despedida de soltero, ingerido a la fuerza la noche anterior por obligación de los amigos en un bar de carretera con mujeres de vida alegre, de esas que te suben a un escenario y te hacen cosas obvias en esas noches de lujuria y gozo. Sí quiero y a casa.

La mañana siguiente a la despedida, tanto el novio como los amigos del futuro marido estarán en un penoso estado: por sus venas no corre sangre, sino alcohol de dudosa procedencia y calidad. Ese día te fuerzan a madrugar e ir a la iglesia. Ese día has dormido con tus amigos (incluido el novio) en casa del contrayente. Te levantas a las 10 y dices “copón, que no llegamos”. Nunca llegas a tiempo. Quizá en este momento sea el destino el que impida que lleguéis al templo. Desayunas un café aguachinao y un bollo reseco que lleva en la cocina desde que se extinguió el último dodo. Menos mal que la vestimenta de la noche anterior vale para asistir de invitado a la boda: una camisa blanca arrugada, unos vaqueros oscuros y unas bambas con la suela pegajosa del suelo del sucio antro donde estuvisteis: elegancia ante todo, señores. Estilo urbano para el emocionante enlace.

Al salir de la casa hay que coger el coche: la borrachera os dura aún y a ver ahora quién conduce. Todo pintaba muy normal hasta que tienes que llevar a 6 personas en un utilitario, novio incluido. Toca poner el lacito blanco en la antena de la radio, la música a un volumen estridente (para despertarse y liberarse de la resaca) y cruzar la avenida más cercana a velocidades solo alcanzadas anteriormente por la luz y rezando por tu vida para que no os estampéis.

Llegar a la iglesia ya es otro tema: hay que ver cómo dejáis entrar al edificio al novio solo ante el peligro. Miedo, ante todo, peor que un penalti en la final del Mundial. Al poco llega la novia y el futuro marido empieza a sudar el alcohol de la noche anterior por los nervios y la decisión más importante en su vida, hasta que todo acaba.

Después de todo esto toca ir al convite, que por ciencia infusa se celebra donde Napoleón perdió el gorro. De vuelta al parking, hay que coger el coche. Y allí comienza el espectáculo: que donde te vas tú, que con quién, que en qué coche. Se repite el momento en el que tu coche parece el de una familia marroquí cruzando el estrecho, ese que va pegando con los bajos en el asfalto. Nuevamente la música a todo trapo, las ventanas abiertas para oxigenarse y los familiares preguntándote por tu vida.

Llegas con la tropa al restaurante, aparcas y entráis. Al cruzar la puerta aparece un borracho que no sabes cómo está ya borracho a esas horas (y que es familiar del novio), las abuelas nonagenarias de la familia y los chavales, los que solo merecen ese nombre por las putadas que te van haciendo año a año en distintas celebraciones familiares. Os sentáis, coméis y después, llega el momento de volver a beber. Lo sabéis tú y tu cuerpo, que no estáis para volver a beber. Tu cabeza sigue retumbando al recordar la música del coche, unida ahora a la música del salón de bodas, interpretada por la 'orquesta' que ha contratado la madre de la novia: un teclista cruce entre un hombre desaliñado con pinta de delincuente con otro peor, a saber, hasta qué nivel podría empeorar, un guitarrista en mangas de camisa y con la corbata desanudada que solo sabe guiñar el ojo a las primas de la novia, un batería con una sola baqueta y un cantante que, por los gallos que emite, más vale pudiera pasar por concursante fracasado de algún reality de televisión.

Todo esto acompañado nuevamente de tu familia, dándote ánimos para lo que te queda de vida y reprochándote lo mal que te va: que si a ver cuándo te casas, que ya te va tocando y que si a ver cuándo encuentras un trabajo decente, que con lo que costó la carrera ya tendría que estar de ministro. Además de eso, el tío de la novia, vestido con un traje marrón de pana, ha adquirido un color tirando a naranja tipo Trump, debido sin duda a la ingente cantidad de alcohol que ha tomado. Por sus arterias solo circula anís y whisky. Lo sentáis en una silla y rezáis para que no se caiga. De pronto, unos niños empiezan a traer bandejas con puros habanos de obsequio. Tu primo el mayor y los amigos del novio con los cuales fuiste a la despedida de soltero, esos que dicen que no fuman, dicen esa frase de ‘un día es un día’. Apoyados en la baranda del edificio enciendes el cigarro y empiezas a pensar que el humo del tabaco juntado con el alcohol va a ser una mezcla explosiva para el cuerpo, pero que qué le ibas a hacer tú en un día así ya que vas invitado.

Un rato después aparece una ambulancia: el tío de la novia, el hombre naranja, tiene una intoxicación etílica y se lo llevan a urgencias. Y se jodió. Se jodió la boda y el convite, te acabaste el último ron-cola y el puro. Tu novia dice que te quedes un rato, que ha conocido a la hermana de una prima de la novia, que es decoradora, para cuándo hagáis la obra en el piso que está a medio construir. Aguantas. Sin duda, lo que es una boda…

20 de abril de 2022

Me atrapó (2)

El día despertó gris a las 6 de la mañana, hora a la que salió el sol y que me levanté. Tras dos días sin escribir a Anna, decidí hacerlo. Quizá la chica ya no se acordara de mi, pero mi yo interior me decía que eso no podía ser posible. Claro que se acordaba de mi. Nos emplazamos a vernos esa misma tarde en la puerta del piso, ya que Anna vivía cerca. No quedamos en hacer nada especial, pero conociéndola sabía que íbamos a pasarlo bien con poco. La invité a una cerveza y ella hizo lo propio conmigo, por lo que en poco rato la cosa se puso mejor. Entonces saqué mi mejor carta de la manga: volvimos a mi piso y la invité a cenar, ya que ambos éramos estudiantes y el dinero lo era todo en nuestra estancia en la capital belga. Inesperadamente Anna aceptó. He de reconocer que no cenamos demasiado, por lo que al rato la botella de ron que Anders me dejó sobre la encimera ayudó a terminar la noche y a mejorar la velada. Tras un rato conversando, Anna se durmió y decidí dejarla sola en el sofá del salón mientras yo me fui al cuarto.

Un golpe seco me desveló a las 3 de la mañana: era Anna, que inexplicablemente y seguramente debido a no conocer la casa, chocó contra la pared y acabó en mi cama, acaparando la manta y dejándome helado. Cuando desperté no supe como salir de allí sin que se asustara y no supiese dónde estaba. Desayuné y decidí esperar a que despertase. La preparé un café y unas tostadas con la mermelada de arándanos que había dejado Anders en el armario. Su primera reacción al salir de la cama y enfilar el pasillo fue la de darme un beso en la mejilla y beber agua. Lo segundo no me sorprendió pero lo primero sin duda si, ya que no había pasado nada la noche anterior. Mi pregunta en aquel momento fue si hice algo que debiera recordar, a la que siguió: si quiero saberlo, ¿por qué no la pregunto directamente? Y eso hice. Anna me contó que no pasó nada, pero que en otra ocasión seguro que pasaría. El qué, no me lo quiso decir.

16 de septiembre de 2021

Me atrapó (1)

Nunca había estado en el norte de Europa sin ser un simple turista. Aquella primavera salió en mi ciudad una beca para estudiar francés, una lengua que por otra parte nunca me había aportado nada. Mi familia y amigos me apoyaron en aceptarla, lo que al final acabé haciendo. Tenían razón en eso de que tenía que ver mundo aunque no aprendiese la lengua, y que aunque fuera por señas la gente me entendería. ¿Qué cuál sería mi destino? Bruselas, la capital de Bélgica. Bélgica era para mi la realidad de dos idiomas y sobre todo dos identidades, la de Valonia y la lengua francesa, enfrentada a la neerlandesa en Flandes. Las semanas antes de partir pasaron muy rápido, sobre todo con las preguntas y dudas que yo tenía y los encargos de amigos y familiares. Llegó el momento y allá que me fui.

Un martes por la mañana aterricé en el aeropuerto de Zaventem y cogí un tren que me dejaría en la Estación Central de Bruselas: ese sería mi primer contacto con la ciudad. Media hora después ya estaba allí. Días antes había ojeado mapas para poder llegar desde allí fácilmente, sin perderme, hasta mi piso, que estaba en el 5 de la Rue des Deux Églises, en la parte más antigua del barrio europeo. Mi primera sensación al salir de la estación fue la de una ciudad maravillosa, limpia y con gente encantadora, lo que al final me acabó facilitando las cosas en los meses siguientes: no hubiese ido a ningún sitio sin pensar eso en aquel momento.

En la puerta del piso me esperaba Anders, un muchacho danés que acababa de terminar el curso que yo empezaría en unos días y que había usado el piso en el que yo viviría hasta ese mismo instante. Subimos en ascensor y me lo enseñó en detalle: la verdad es que me sorprendió por lo grande que era, sobre todo porque lo tendría para mí solo. Anders me advirtió en un perfecto inglés que la casa solo tenía dos pegas: la primera, que la ventana del baño no cerraba del todo bien, por lo que quizá el agua de la ducha se escapase al patio, y la segunda, que me tendría que acostumbrar al ruido del metro pasando por debajo del edificio. No le di mayor importancia. A continuación el joven danés cogió dos latas de cerveza Jupiler de la nevera y me dio una. Mi aventura en tierras belgas empezaba con una cerveza y varias historias de su parte.

Anders se marchó a las cuatro y me dejó en mi nuevo piso. Como había dormido algo en el vuelo desde España estaba demasiado despierto y espídico, por lo que pensé que tendría que hacer algo para no aburrirme. Miré la nevera y estaba totalmente vacía a excepción de una botella de vino alemán y un pack de seis cervezas. Rápido cogí el móvil y busqué un supermercado en el mapa. Fue una suerte dar con uno dos calles más allá, en la esquina de Avenue des Arts. Una hora después y con la bolsa llena de víveres ya estaba de vuelta. Al entrar en mi cuarto encontré por sorpresa una nota manuscrita de parte de Anders, que decía 'Ve hacia el centro, busca una cervecería y entabla una conversación mientras degustas una trappiste. Los bruselenses te sorprenderán. Anders.'

La calle donde estaba el piso desembocaba en Rue de la Loi, una avenida enorme que unía la ciudad vieja y el barrio europeo, por lo que había mucha gente y un buen ambiente. Al llegar a la esquina cerca del parlamento belga y siguiendo señales, llegué al centro. Rápido vi una taberna llena de gente joven que parecían estudiantes. Por su ambiente amigable y atrayente, decidí entrar y hacer caso a Anders, pidiendo una cerveza de abadía. El primer trago fue amargo, pero los siguientes fueron, cada uno, más dulces.

Unos minutos después entraron un grupo de estudiantes y se sentaron a mi lado. Al principio, y seguramente por efecto de la cerveza, no logré descifrar la lengua que hablaban, por lo que con mi pobre inglés me aventuré a preguntarlas. Una de las chicas me dijo que eran alemanas. Ella se llamaba Anna y estuve hablando con ella hasta que el bar cerró. No conté las cervezas que nos tomamos, de lo único que me percaté fue que una de sus amigas le habló al oído y se marcharon. Al rato nos dimos los móviles, me despedí de ella y pensé que mi aventura en Bruselas no había podido empezar mejor.

Mi vuelta al piso fue tranquila, sosegada, a lo que seguro estaba ayudando el alcohol que recorría mi cuerpo. Bruselas de noche era una ciudad preciosa. Al llegar de nuevo frente al parlamento me percaté de unas luces en un enorme parque que quedaba a la derecha. Decidí entrar y ver que se cocía por allí. De repente vi a dos de las amigas de Anna. No tenía ganas de volver a beber por lo que no las saludé, pero pensé que si ese día estaban ahí a esa hora, me las volvería a encontrar. Salí del recinto y enfilé de nuevo la Rue de la Loi, camino a casa.