22 de noviembre de 2012

Un impaciente trago


Siempre he tratado de tener paciencia en esos casos, pero como controlar la ansiedad si te encuentras apresado en un espacio no mayor a 3m2, en donde sonidos estruendosos vienen y van sin previo aviso que conseguirían crispar los nervios hasta al paciente recién medicado por algún doctor psiquiátrico; el calor agobiante de ese verano intensificaba la tortura, mi cuerpo esbozaba los primeros síntomas de deshidratación, mi propio humor y esa sensación pegajosa que deja la excesiva sudoración me eran repulsivas. Miraba fijamente el reloj de mi muñeca creyendo que podría adelantar el tiempo y finalizar mi tormento, pero lo único que alcanzaba era extender mi agonía. Así que decidí liberarme dirigiendo mi mano hacia la antigua manija un tanto oxidada de mi modesto Volkswagen 69, pero cuando me creía victorioso e iba poder tomar un respiro de ese tráfico infernal, el miedo embargó mi cuerpo  al ver que la mentada manija no existía. Ya para eso la realidad se tornaba diferente, sentía el espacio reducido, asfixiante, en donde esos 3m2 son un  recuerdo placentero. El sorpresivo ruido que generaban los claxon eran imperceptibles ante un desconcertante bullicio similar a aullidos de féminas aterradas, el calor ya no era un problema, más bien, sentía escalofríos propios de la presencia de ánimas purgantes que circundan mi ser acrecentando mi pánico. Pareciera que esos espectros  querían apoderarse de mi alma y yo luchaba contra tal bizarra situación. Mi visión nublosa se esclareció en el momento que incandescentes chispas llovían por mi cuerpo, chirridos metálicos hacían vislumbrar una dentada sierra eléctrica que se aproximaba a mi rostro, una mano ejercía presión fuertemente sobre mi pecho y  un individuo de inusual vestidura roja, aprisionaba mi cuello con cierto artefacto. Sentí que unos brazos me levantaron, depositándome sobre una rígida tabla blanca a la que fui fuertemente amarrado. A cargas era trasladado, como si me llevaran a sacrificarme en ofrenda de algún Dios pagano. Sólo  alcancé a divisar unas intensas luces rojas titilantes, antes de ser apresado en compañía de mis captores, en una hermética cabina metalizada. Pasaron a colmarme de tubos, amenazantes con inyecciones, posiblemente letales, me empezaron a interrogar.


-¿Cómo te llamas?, ¿Dónde estás?, ¿Quién eres?
Una voz alterada gritó:
- ¡Despejen…!
Empezaron a torturarme con shocks eléctricos que irrumpieron brutalmente mi anatomía y luego uno de mis captores observando una especie de pantalla dijo:
-Al fin, ya reaccionó: ¡David acelera!, igual tenemos que llegar pronto al hospital, ha perdido mucha sangre.
Recobraba paulatinamente la conciencia y comprendía lo sucedido, debía agradecer a ese puñado de bomberos  que luchó por horas en contra de fierros retorcidos, consiguiendo liberarme. Avergonzado, solo me queda un sentimiento de cólera hacia mi persona por ser el causante de ese estresante embotellamiento vehicular, propio del desliz al exceder la ingesta de whisky en ese cautivante bar.  



4 de octubre de 2012

Guitarras al atardecer


Aún recuerdo el último día que estuve con él. Si no recuerdo mal, fue un frío y lluvioso jueves en el verano de 2010, algo extraño en esa época del año. Echamos una partida de bolos y nos fuimos de cañas con los amigos, como la mayoría de esas tardes. Era algo normal, estábamos de vacaciones.

Se llamaba David y era, además de un amigo, una de las mejores y más buenas personas con las que he tenido el gusto de compartir mi vida.

A la mañana siguiente de ese jueves, muy temprano, me llamó su padre. Angustiado, me preguntó si sabía dónde estaba David. En ese momento me di cuenta de que se había llevado la moto. Nos temimos lo peor, y así fue. Fuimos a una de las carreteras que salia del pueblo y al llegar a una pronunciada curva encontramos la moto en el pavimento y el cuerpo de David en un charco de barro, malherido. Él estaba allí y su casco unos metros más allá. Rápidamente llamamos a las emergencias, que poco nos pudieron decir de su estado. Le trasladaron a un hospital a las afueras de Valencia. Nos dijeron que esperáramos en la puerta del hospital.

Momentos de agonía, malestar, de angustia y de impotencia. Larga espera para más tarde recibir la noticia de que David había fallecido por una parada cardíaca. El momento de su accidente y de su posterior fallecimiento se parece, no sé si por casualidad, a una estrofa de una de las canciones favoritas de David, un tema de Duncan Dhu llamado "Sueño Escocés", que dice lo siguiente:

Te cubrirá la niebla,
el frío que hay en tí.
Escucha el ruido de las olas
rompiéndose en el mar.

La niebla le cubrió en esa mañana fría y su cuerpo frío se volvió. Su alma eran las olas que rompieron en el mar de la impotencia.

Que tu luz no se apague, que la luz de la luna seas siempre tú. No te olvidaremos, ni yo ni nadie. Por siempre con nosotros.